Al final del siglo XII d.C. Tusculum fue definitivamente arrasada, en el marco de las guerras emprendidas por Roma contra los centros urbanos rivales de su periferia. No obstante, aunque los restos materiales de la ciudad se perdieron, su memoria y su fama en época romana se mantuvieron vivas, suscitando el interés de humanistas, ilustrados y eruditos por identificar los restos del antiguo municipium.
El nombre de Tusculum resurgió de los textos latinos y griegos en esos años, en los que volvieron a ser leídos y traducidos: la Historia de Roma de Tito Livio, las Biografías de Plutarco, la Historia Naturalis de Plinio el Viejo, las Anécdotas de Aulus Gellio y, sobre todo, los Diálogos y Los discursos de Cicerón difundieron el recuerdo de la antigua ciudad, fomentando la búsqueda de sus restos.

Francesco Petrarca y Poggio Bracciolini fueron de los primeros en recorrer el territorio de los «umbrosi colles Tusculi», describiendo los parajes e iniciando el proceso de investigación que continuaría durante siglos. En los siglos XV y XVI el interés anticuario y humanista se concentró principalmente en la búsqueda de citas en fuentes clásicas, a partir de las cuales se intentó reconstruir la historia de la ciudad y su correcta ubicación. Posteriormente, con la difusión de aquel conocimiento, las excavaciones se extendieron por todo el territorio, en su mayoría realizadas de manera asistemática o irregular. El primer permiso de excavación en la zona se remonta a 1553 y en los años inmediatamente siguientes surgieron valiosos hallazgos, durante las excavaciones de los cimientos de la Villa di Mondragone (1573) y de Annibal Caro (más tarde Torlonia) en Frascati.
El siglo XVII marcó la expansión de un espíritu de investigación más crítico, que impulsó a los estudiosos a explorar directamente el territorio para localizar los lugares citados por las fuentes clásicas, reportando su presunta ubicación en los mapas históricos y geográficos de la época. La comparación directa de las fuentes literarias con la realidad topográfica de los Castelli Romani fue sin embargo problemática: la ciudad de Tusculum, de hecho, según las indicaciones de Dionisio de Halicarnaso, estaría ubicada cerca de la milla quince de la Via Labicana, mientras que para Estrabón la distancia era de doce millas y media de Roma. Así la ubicación variaba, según la equivalencia establecida entre las medidas antiguas.
Los mapas de la región del Lacio de los siglos XVII y XVIII, así como las obras de historiadores y anticuarios que se interesaron sobre el tema, pusieron de relieve el vivo debate en torno a la cuestión sobre la localización exacta de Tusculum. Si para algunos, como el gran latifundista Marcantonio Borghese, que había presenciado la apertura de varias canteras o trincheras de materiales constructivos en el área, no había dudas de que la antigua Tusculum se situaba sobre la colina homónima, la opinión de otros importantes estudiosos –como el holandés Philipp Clüver- señalaba su ubicación bajo la ciudad de Frascati. Sin embargo, su joven discípulo Luca Holstein no compartía dicha atribución: acompañando a Clüver en su viaje de exploración emprendido en 1617 que sentó las bases del futuro Grand Tour, desde las Islas Británicas hasta la península itálica, pasando por Francia y Alemania, Holstein anotó en un cuaderno todos los errores que consideraba que su maestro había cometido a causa de la rapidez con la que realizaba el viaje, anotando entre ellos la errónea identificación de Tusculum.
La investigación fue proseguida por el padre jesuita Athanasius Kircher, quien en sus cuadernos manuscritos anotó todo lo que fue capaz de reconocer in situ, acompañando a sus notas de bocetos de objetos o construcciones antiguas. Uno de estos cuadernos contiene la información sobre el descubrimiento de la tumba republicana de la gens Furia (1665-1667), hallada por casualidad en el territorio tusculano por parte de los monjes capuchinos de Camaldoli. Los trabajos de Kircher establecieron de algún modo el inicio de nuevos estudios, de acuerdo con el movimiento intelectual ilustrado desarrollado durante el siglo XVIII.

Los hallazgos en esta época fueron muy valiosos

El debate entre eruditos era también dedicado a la correcta localización del Tusculanum, la villa que tanto amó Cicerón. Tradicionalmente, existían dos posiciones diferentes y contrapuestas: la primera sostenía la hipótesis de identificación de la villa con los restos encontrados bajo la abadía de San Nilo en Grottaferrata, inspeccionados personalmente por Domenico Barnaba Mattei en 1695 y 1704; la segunda, defendida por los miembros de la Compañía de Jesús, identificaba la villa de Cicerón con los restos arqueológicos encontrados bajo la villa della Rufinella, descubiertos en el transcurso de los trabajos de reestructuración del edificio dirigidos por Vanvitelli en 1740.
La necesidad de abastecimiento de la obra de materiales de construcción condicionó y propició la apertura de una excavación en el área comprendida entre la Rufinella y la cima de la colina tusculana, a lo largo de la carretera que ascendía desde Frascati, sacando a la luz elementos decorativos y extraordinarios hallazgos como el sello latericio con la inscripción de “M. TULLI” (CIL I, 1498), inmediatamente interpretado como Marci Tuli (Ciceroni), que indujo a identificar en aquel lugar el célebre Tusculanum de Cicerón, convirtiéndolo en un lugar de visita obligada en las guías de viaje del Grand Tour.
Los descubrimientos en la villa Rufinella influyeron de manera decisiva en la historia del descubrimiento de Tusculum: Luciano Bonaparte, hermano de Napoleón, adquirió la villa Rufinella en 1804, animado por su pasión por las antigüedades. Inició excavaciones sistemáticas en la propiedad, organizando un sistema de trincheras que dio lugar a la recuperación de importantes esculturas (las dos Rutilias, la llamada Antonia, dos togados, un Apolo en bronce y una Pudicitia), que posteriormente fueron vendidas a los fondos del Vaticano. Progresivamente, comenzaron a surgir también los primeros edificios públicos y varias construcciones, de los que se difundió noticia a través de las guías de viaje de la época, firmadas por Antonio Nibby, Giuseppe Melchiorri y Angelo Uggeri.
En 1820 la propiedad de la Rufinella fue adquirida por Marianna de Saboya, duquesa de Chablais, por 35.000 escudos. Gracias a ello se produjo la llegada a Frascati de Luigi Biondi, experto arqueólogo y administrador del patrimonio de la familia Chablais a Roma. Tras la muerte de Marianna de Savoia, la propiedad pasó en herencia a su hermano Carlo Felice de Saboya y a su esposa Maria Cristina de Borbón, sobrina de Carlos III, que confirmaron a Luigi Biondi la dirección de las excavaciones, promovidas por la casa real. De acuerdo con la familia Borghese-Aldobrandini, propietaria de los terrenos adyacentes a los de la Rufinella, la investigación arqueológica se iba ampliando, gracias a la colaboración instaurada entre Luigi Biondi y Luigi Canina, uno de los más importantes arquitectos del neoclasicismo italiano, que trabajaba para los Borghese-Aldobrandini.
En el curso de unas excavaciones llevadas a cabo en la domus de Prastina Pacato, situada en el área occidental de la ciudad, se recuperó una tubería de plomo en la que se podía leer la inscripción Rei publicae tusculanorum (CIL XIV, 2658): tal descubrimiento puso fin a cuatro siglos de discusión sobre la localización de Tusculum. Contrariamente a lo pasado, las nuevas excavaciones no tuvieron como objetivo solamente recuperar esculturas y hallazgos singulares, sino el de comprender la estructura y el desarrollo de la ciudad antigua.
Tras la muerte del rey Carlo Felice de Savoia la investigación continuó, pero solamente en la propiedad Borghese, en la zona meridional conocida como La Molara, bajo la dirección de Canina. Cuando, tras 8 años de luto, la reina María Cristina volvió a la Villa Rufinella en 1838, hubo un radical cambio en la gestión del área arqueológica, siendo su intención la de convertir la zona en visitable, un verdadero parque arqueológico avant la lettre, y publicar una monografía dedicada a las excavaciones arqueológicas y a la reconstrucción de la ciudad romana.
Tras la imprevista muerte de Luigi Biondi, el arquitecto Luigi Canina fue encargado por parte de la reina para continuar con la investigación: comienza ahora una temporada de intensas excavaciones en el teatro y foro, seguida de un proceso de restauración en base a parámetros inspirados en los cánones de regularidad y geometría característicos del neoclasicismo. En 1841 se publicó la Decrizione dell’antico Tuscolo, una obra monumental en edición limitada de lujo, en la que Canina recogió todos los conocimientos sobre el antiguo asentamiento romano, acompañándolos de grabados que ilustraban los elementos más interesantes y las reconstrucciones de los edificios sacados a la luz.
En 1844 la villa Rufinella fue arrendada a la Compañía de Jesús y poco a poco las actividades de excavación comenzaron a declinar, hasta que en 1849, año de la muerte de María Cristina de Borbón, la Rufinella con todos sus tesoros fue vendida a los Jesuitas. El derecho de explotación arqueológica, por su parte, quedó en manos de su sobrino Vitorio Emanuel de Saboya, que sin embargo no tenía ningún interés en las antigüedades. Tres años más tarde la familia Aldobrandini-Borghese compró la Rufinella y adquirió los derechos sobre las antigüedades de la finca, que aún conservaba enterrados los restos de la ciudad romana, hasta que en el año 1913 se expropiaron los monumentos arqueológicos para luego pasar a ser propiedad en el año 1984 de la XI Comunità Montana dei Castelli Romani y Prenestini.
Desde los inicios del siglo XX hasta 1994, si bien la actividad arqueológica no cesa completamente, la historia de la investigación tusculana se limita a hallazgos ocasionales, a pequeñas intervenciones y a estudios más o menos detallados. Entre ellos, destacan los trabajos publicados por George E. McCracken (1948), los estudios y las excavaciones realizadas por Maurizio Borda (1943 y 1958) y los trabajos de topografía de Lorenzo Quilici y Stefania Quilici Gigli (QUILICI, QUILICI GIGLI, 1990a, 1990b, 1993, 1995, 1997) y de Massimiliano Valenti (2003) sobre el Ager Tusculanus, culminando con la reanudación, en 1994, de las investigaciones arqueológicas sistemáticas gracias a la puesta en marcha del “Proyecto Tusculum” de la EEHAR-CSIC.